Por Carmen Cristina Wolf
Este espacio será dedicado en sus próximos textos a los autores venezolanos que han abandonado el mundo sensible, más presentes que nunca en su legado escrito. En primer lugar un sentido adiós a la poeta Lucila Velásquez y al poeta Alfredo Silva Estrada. E inicio con una aproximación a la poesía de Eugenio Montejo, que se me antojó siempre como un diálogo con su alter ego. Sus versos son viajes hacia una concepción del mundo, una re-creación del universo a través del lenguaje.
Su libro Trópico Absoluto publicado por Fundarte en 1982, conduce a una ciudad presentida y añorada. Ciudad de muros que cuentan historias entre millones y millones de árboles abrazados, frescos como las noches de primavera:
“No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire... seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas ... Nada vi parecido a Manoa / ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arcoiris / que se curva hacia el sur y no se alcanza./ Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos, / _ siempre más lejos.”
Ciudad habitada por la luz de la palabra, entramada con versos vegetales: “Me envuelven los ávidos anillos / de esta luz anaconda. /... Sus lianas de cal van atando mis huesos.” Luz, testigo del tiempo y espejo de otra luz que ilumina más allá de los sentidos, más allá de esta tierra de gracia:
“Me dejaron solo a la puerta del mundo poeta expósito cantándome a mí mismo…De un golpe seco me arrancaron a la nada /... Mi único padre es el deseo/ y mi madre la angustia del huérfano en la tierra.
La cadencia rítmica en la poesía de Eugenio Montejo es reiterada en toda su obra poética: “Subo en las alas del pájaro que vuela / me oigo cantar en él más allá de la muerte...” Escuchemos el canto antiguo del poeta, que no le pertenece porque nos pertenece a todos. “Manoa no fue cantada como Troya / ni cayó en sitio / ni grabó sus paredes con hexámetros.” Montejo ha descubierto que “Manoa no es un lugar/sino un sentimiento.” Es también la mujer amada: “La que amo duerme lejos, en otro país, en otro mundo / aunque su cuerpo al lado me acompaña. / Cierra los ojos y desaparece,/ se va, la noche me la niega.
El deseo del poeta es la alquimia que transforma a la Ciudad en Mujer: “Toda mujer que amamos se vuelve Manoa”, aquella sin la cual se es un cuerpo inerme, un universo detenido. La fascinación que obra Aquello que nos falta, nos persigue desde la infancia, nos atrae como si estuviéramos incompletos. De pronto, aparece alguien a quien no habíamos visto jamás y ese ser se vuelve la parte de nuestro ser que andaba perdida. Desde ese instante, la persona encontrada se nos hace imprescindible, no podemos estar sin su presencia o, al menos, sin su memoria: “Descubre tu presencia/y máteme tu vista y hermosura;/mira que la dolencia/de amor, que no se cura/sino con la presencia y la figura” , dice San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual. ”No hay aviones que lleguen adonde se dirige / ninguna palabra me borra su silencio” dice Montejo. El ser amado no es sustituible por nadie ni por nada.
Así, Eugenio Montejo encuentra a su amada transformada en sí mismo, confundida con la ciudad que soñó. Confiesa su experiencia con lo sagrado. Como él dice a Miguel Szinetar en una entrevista publicada en el diario El Nacional: “la poesía es una bendición, porque uno tiene la certeza, cuando se vincula con ella, incluso como lector, de que la poesía es la última religión que nos queda, substratum de lo que en un tiempo fue lo sagrado en la tierra.”
En el poema “La Durmiente” de Trópico Absoluto, el poeta es un testigo de la muerte transitoria: “La que amo duerme lejos, en otro país,/en otro mundo,/aunque su cuerpo al lado me acompaña.” Montejo aguarda su regreso: “Su cuerpo está conmigo pero adentro, no hay nadie/...una llama dorada titila/y nunca se apaga.” Poeta de alto vuelo, vuelo de águila hacia su propia alma, que se refleja a veces en un rostro, un río, un árbol. Es inútil resistirse. Aquello que anhelamos nos llama en las llanuras y en los mares, en las ciudades y en los bosques: “En las vastas planicies estuve/ dejando que mi cuerpo se borrara en sus ríos”
Como los antiguos héroes, busca aquello que habita más allá del horizonte y cuando está cerca, se extiende más allá. ¿Qué es, si no, la vocación de plenitud sembrada en el espíritu, qué significa la vocación de ser, ser siempre? Montejo viaja con la punta de un lápiz en el atlas del universo: “Si Dios no se moviera tanto/ en las ondas del agua,/ en el sol o en los cuerpos.”
Este espacio será dedicado en sus próximos textos a los autores venezolanos que han abandonado el mundo sensible, más presentes que nunca en su legado escrito. En primer lugar un sentido adiós a la poeta Lucila Velásquez y al poeta Alfredo Silva Estrada. E inicio con una aproximación a la poesía de Eugenio Montejo, que se me antojó siempre como un diálogo con su alter ego. Sus versos son viajes hacia una concepción del mundo, una re-creación del universo a través del lenguaje.
Su libro Trópico Absoluto publicado por Fundarte en 1982, conduce a una ciudad presentida y añorada. Ciudad de muros que cuentan historias entre millones y millones de árboles abrazados, frescos como las noches de primavera:
“No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire... seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas ... Nada vi parecido a Manoa / ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arcoiris / que se curva hacia el sur y no se alcanza./ Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos, / _ siempre más lejos.”
Ciudad habitada por la luz de la palabra, entramada con versos vegetales: “Me envuelven los ávidos anillos / de esta luz anaconda. /... Sus lianas de cal van atando mis huesos.” Luz, testigo del tiempo y espejo de otra luz que ilumina más allá de los sentidos, más allá de esta tierra de gracia:
“Me dejaron solo a la puerta del mundo poeta expósito cantándome a mí mismo…De un golpe seco me arrancaron a la nada /... Mi único padre es el deseo/ y mi madre la angustia del huérfano en la tierra.
La cadencia rítmica en la poesía de Eugenio Montejo es reiterada en toda su obra poética: “Subo en las alas del pájaro que vuela / me oigo cantar en él más allá de la muerte...” Escuchemos el canto antiguo del poeta, que no le pertenece porque nos pertenece a todos. “Manoa no fue cantada como Troya / ni cayó en sitio / ni grabó sus paredes con hexámetros.” Montejo ha descubierto que “Manoa no es un lugar/sino un sentimiento.” Es también la mujer amada: “La que amo duerme lejos, en otro país, en otro mundo / aunque su cuerpo al lado me acompaña. / Cierra los ojos y desaparece,/ se va, la noche me la niega.
El deseo del poeta es la alquimia que transforma a la Ciudad en Mujer: “Toda mujer que amamos se vuelve Manoa”, aquella sin la cual se es un cuerpo inerme, un universo detenido. La fascinación que obra Aquello que nos falta, nos persigue desde la infancia, nos atrae como si estuviéramos incompletos. De pronto, aparece alguien a quien no habíamos visto jamás y ese ser se vuelve la parte de nuestro ser que andaba perdida. Desde ese instante, la persona encontrada se nos hace imprescindible, no podemos estar sin su presencia o, al menos, sin su memoria: “Descubre tu presencia/y máteme tu vista y hermosura;/mira que la dolencia/de amor, que no se cura/sino con la presencia y la figura” , dice San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual. ”No hay aviones que lleguen adonde se dirige / ninguna palabra me borra su silencio” dice Montejo. El ser amado no es sustituible por nadie ni por nada.
Así, Eugenio Montejo encuentra a su amada transformada en sí mismo, confundida con la ciudad que soñó. Confiesa su experiencia con lo sagrado. Como él dice a Miguel Szinetar en una entrevista publicada en el diario El Nacional: “la poesía es una bendición, porque uno tiene la certeza, cuando se vincula con ella, incluso como lector, de que la poesía es la última religión que nos queda, substratum de lo que en un tiempo fue lo sagrado en la tierra.”
En el poema “La Durmiente” de Trópico Absoluto, el poeta es un testigo de la muerte transitoria: “La que amo duerme lejos, en otro país,/en otro mundo,/aunque su cuerpo al lado me acompaña.” Montejo aguarda su regreso: “Su cuerpo está conmigo pero adentro, no hay nadie/...una llama dorada titila/y nunca se apaga.” Poeta de alto vuelo, vuelo de águila hacia su propia alma, que se refleja a veces en un rostro, un río, un árbol. Es inútil resistirse. Aquello que anhelamos nos llama en las llanuras y en los mares, en las ciudades y en los bosques: “En las vastas planicies estuve/ dejando que mi cuerpo se borrara en sus ríos”
Como los antiguos héroes, busca aquello que habita más allá del horizonte y cuando está cerca, se extiende más allá. ¿Qué es, si no, la vocación de plenitud sembrada en el espíritu, qué significa la vocación de ser, ser siempre? Montejo viaja con la punta de un lápiz en el atlas del universo: “Si Dios no se moviera tanto/ en las ondas del agua,/ en el sol o en los cuerpos.”
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