Evocación del dolor*

Juan Martins
A Nicanor Cifuentes


La palabra evoca su dualidad, su doble expresión contiene —quizás internamente— un discurso que lo define, lo edifica en otro. Si digo «bandera» lo asocio a cualquier momento histórico. Si anuncio, la palabra en sí, se hace signo, vocablo pero también corporeidad: dolor, amor, odio, expresión, cuerpo y finalmente emoción la cual se presenta como signo convencional de un discurso que tiene sentido y al mismo tiempo quiere «mostrar» su visión de la realidad o de la historia. El teatro es eso: cuerpo, sustancia del texto o la consecuencia de aquel discurso. De alguna manera —no sé cómo— el cuerpo es la unidad de las emociones del espectador. Para él la obra de teatro ha funcionado porque sus emociones se han corporizado. Y si digo que las emociones han adquirido ese nivel en el espectador es porque el discurso —quizás teatral— ha funcionado en ese contexto. Así que el signo teatral no es sólo un hecho convencional (y esto es una herejía semiótica). Sino que se flexibiliza haciéndose «deseo» en el texto (como quería Ronland Barthes, cuando se distanciaba de la ciencia). Búsqueda alterable en cuerpo continuo, temple, ritmo, cadencia poética: actuación. Entonces —queridos espectadores— somos cuerpo y comulgamos en esa relación con el otro. El signo es una alteridad porque vocaliza con el espíritu que nos constituye en el otro que «ve» aquel otro cuerpo del actor y cuando el texto, junto con el dramaturgo (al cual prefiero llamar poeta) —ahora sí lo digo—, comprende que el lugar lúdico de la palabra le viene de ese distanciamiento consigo mismo, consigue en ese instante introducirse en la sensibilidad de quien recepta su obra. La palabra en él es el éxtasis de su encuentro que se hace síntesis en lo que será, en el contexto de la obra, el espacio escénico representado. Todo está sujeto a esa dinámica espiritual cuyas formas están contenidas en el arte. Por eso decía que nada es convencional, puesto que ese cuerpo está (lo estará) en proceso de constituirse. Las nuevas tendencias teatrales no son más que parte de ese mismo cuerpo y, como cuerpo que es, adquiere belleza, sentido, ética, expresión y finalmente condición humana que es de lo que estamos hablando. Esa condición humana es la búsqueda de todo dramaturgo al encuentro con su propia poética de las emociones.

Esta idea «renacentista» del teatro (si se me permite el término) no es más que una racionalidad de Dios. Espíritu (entendido en el lugar de las emociones) y cuerpo se identifican mediante el signo teatral. Pero todos sabemos que es una construcción del cuerpo que se hace sustancia. La corporeidad es la forma física de la racionalidad del aquél espíritu. De esta manera la palabra es un rito en el dramaturgo cuya religiosidad se da entre el pensamiento y la noción de Dios. Catarsis del cuerpo en la expresión del actor. El actor antecede al texto dramático porque el dramaturgo sensibiliza su estado emocional en el(los) personaje(s). Pero está seguro que esos personajes son (o serán), insisto, el estado emocional del actor. Si quiero entender, claro, que esa emoción ha pasado por un período de racionalidad será también una emoción intelectualizada. A la vez de «distanciamiento poético» como se lo exige su disciplina. Y si queremos entender que comulgo se hace presente el rito cuando se socializa en la relación público-representación-espacio escénico. Si por una parte esa relación se pierde en mucho de lo que ahora llamamos teatro, dejamos de un lado aquella condición humana de ascenso espiritual y de hallazgo intelectual. El arte establece esa concepción cuando entiende que el objeto artístico no es un fetiche sino una elaboración estética de aquel estado espiritual: conceptual, sí, pero también emocional. Es cuando el hecho estético se identifica con ese público que espera del artista que lo contenga, que le imponga sentido a su «cuerpo» (su existencia). Allí, en cualquier momento, el arte está ejerciendo su función social. Vuelvo a decirlo: a la catarsis. Sin saberlo, cuando una obra alcanza esa conexión con el público está en procura de aquella reciprocidad: la identificación del público con la obra no es sólo un acto mediático es además un encuentro. Por ejemplo, esa relación puede estar en una pequeña sala con poca audiencia, pero la construcción estética se está dando a lugar. Si ejercemos el sentido contrario de esa relación estaremos haciendo del actor un fetiche y él será libre de desempeñar esa función mediática. Entonces si a eso se le ha estado llamando teatro se hace necesario redefinir el término a cien años de la muerte de Alfred Jarry. Se nos atribuye esta necesidad no por decadencia de un género, sino por definición de una tendencia, de una manera de hacer teatro, de una necesidad natural de rebelarnos. Y es cuando, desde esa definición, la poesía —en el ejercicio mismo del poema— sustituye el escenario. Queda mucho por hacer con el espectador, sin embargo, en ese quehacer la condición humana no debe perderse ante la ventaja que ofrece, en cambio al artista, lo mediático. Entender también que el espectador es parte de esa corporeidad del pensamiento: la representación es una imagen que se funda en, éste, el espectador. El dolor, por ejemplo, es una emoción que se arraiga en muchos personajes desde la modernidad: «Hamlet» es la identificación de ese sentimiento. Lo épico de ese personaje es conducido por un movimiento interno. Y ese «movimiento interno» (léase ahora dolor) se da por medio de aquella catarsis. Y se corporiza puesto que es una emoción que está hecha estéticamente para que el actor la corporice y le dé identidad humana, espacio escénico.

Si trasladamos ese dolor a una racionalización del contexto político que quería representar Shakespeare es natural que deduzcamos el profundo carácter ético del teatro de éste. Una apariencia ingenua de la política, pero que se introduce en el pensamiento. Con todo, estoy convencido de que el teatro no es un entretenimiento, más bien, son las reglas de un juego con un alto sentido de humor. A estas alturas quién se atreve a negar que Dios no tenga todavía un alto sentido del humor. Y que también se equivoca. Con esta definición de la emoción, en un sentido más general y menos individualizado, Brecht —aunque no se lo propuso— se identificó con esa necesidad emocional del espectador. Pero aquél movimiento interno, en uno y en otro, era el mismo: «el dolor». En otros, el amor. Todos se recogen en un gran tema. Nadie ha dicho que es una tarea fácil conectarse espiritualmente con el público. Tanto es así que algunos (en el rigor del dramaturgo) se agotan en el intento. Se agotan, como podemos observar, los discursos hegemónicos. Es cuando el alma toma partido y surgen nuevas voces.

* Dada lo actualizado que parece este articulo (al menos así lo pienso), pongo en discusión ahora quiénes son los que establecen y «ejercen» el nuevo stablismenth. Cuando, a los ojos y oídos de todos, hemos visto como dejan fuera de subsidio a una lista de agrupaciones, de probada trayectoria, por ser consideradas agrupaciones «perversas» (o por allí va la cosa) en el mejor intento de exclusión del pensamiento. De tener esto esa finalidad tendremos en la historia un triste recuerdo y desconocimiento total por el teatro venezolano en una medida desproporcionada.

No hay comentarios: