MONTAJES ESPECTADOS (I)

por: Carlos Herrera
La dinámica escénica caraqueña ha proseguido con un ritmo que asombra dada la inusual cantidad de propuestas de espectáculos de mediano y pequeño formato. El barómetro de la calidad en uno indica que hubo intentos por el riesgo creador pero que la dirección no supo aprovechar las consecuencias del indagar sobre las exigencias que demanda tal empresa. Caso particular fue el asumido por el grupo TeArtes (colectivo nacido de la UCV) quienes, bajo la dirección de Jericó Montilla (audaz joven que sabrá colocar su nombre de persistir) versionó y llevó a la escena del olvidado espacio del grupo Actoral 80 de Parque Central (el cual debería ser otorgado en calidad de uso permanente por Héctor Manrique para que termine de conformarse como circuito natural de trabajo / exhibición para los grupos emergentes e independientes que sufren la dura lucha por un ámbito teatral natural) el denominado Proyecto Hamlet del cual se puede decir que funcionó mas bien como miel para atraer espectadores que por caracterizarse como propuesta bien concebida en relación al celebérrimo referente del príncipe de Dinamarca y su sino trágico.
Montaje experimental no cabe la menor duda pero cuyo lenguaje no supo cerrarse entre su urdimbre y trama a fin de crear un proporcionado equilibrado de sentido. Aunque con buena intención de sostener el trabajo en base a elementos como atmósfera cerrada, actuaciones chirriantes, danza orgánica, síntesis de imágenes y posibilidades de un ritmo concreto y acelerado, las costuras eran muy obvias generándose como especie de pastiche visual que confundía y no ayudaba a aterrizar en ¿qué se deseaba expresar al fin y al cabo de este particular experimento escénico? Se valora la capacidad de un grupo y de Montilla a tratar de armar un concreto donde el argumento hiperconocido de la venganza hamletiana parecía insinuar otras capas signicas donde lo psicológico y lo existencial pareciesen rozarse mutuamente. Lo oscuro como marca lumínica para acentuar juegos de sombras desde los cuerpos en movimiento y situar lo torvo del gesto trágico en ilación con el tipo de vestimenta y maquillaje que le fue concebido para la plantilla actoral que nos recuerda alguna escena de la serie Los Tudor pero en menor cuantía. Un riesgo que más allá de no calar en el gusto de un segmento del gusto del público por lo menos indica que TeArtes como Jericó Montilla no se quedan en el aparato de la complacencia de logros teatrales anteriores o, la espera del recurso económico que el Estado se niega a bajar de forma oportuna.
Proyecto Hamlet fue un ventana donde histriones como Héctor Castro, Jariana Armas, Alí Rondón, Sara Valero Zelwer, María Claret Corado, Mónica Quintero y Luani Rivero dejaron una buena vibra en el otro público –el joven- que realmente fue quien calentó el Espacio 80. La dirección apuntaló sobre ellos las fronteras de la expresividad para ajustar lo corto de su versión. Suprimió la escena de objetos y referencias escenográficas pero las sustanció como pocos referentes (una mesa con valor polivalente y multisignico), una poltrona como eje de la realeza del castillo de Elsinor y, sobre todo, en ese marco de movimientos lúdico-perversos que parecen nacer de cierta influencia grotowsquiana (me hizo recordar los montajes de La Bacante) a fin de componer una amplia paleta de estados anímicos alterados. Un montaje que sin ser acabado, dejó entrever que si lo experimental está vivo en el seno de ciertos grupos es tentador pensar que si decantan, podrán subir ese necesario escaño de crear un lenguaje que renueve o, por lo menos, soliviante lo parsimonioso del teatro comercial que inmunda cada vez más la marquesina de esta urbe. TeArtes es uno de esos grupos solo que debe afianzar más sus técnicas y su tiempo de indagación / concreción teatral para obtener un producto teatral pleno de oxígeno y vitalidad artística.
Siguiendo la obligada tornee de ver y ver, apreciamos con deleite el montaje conformado por la inusual dupleta actriz / productor y no de un grupo con nombre determinado dentro de amplio mosaico de grupos que hacen vida en Caracas. Me refiero a la sabrosa escenificación de la pieza La fiesta del actor y dramaturgo italiano Spiro Scimone. Autor desconocido en nuestro lar pero cuya producción ha sabido ir calando con seriedad en suelo itálico ya que ha pergueñado piezas como Nuncio (1994), Bar (1997) y en ese mismo año, su texto de corte beckettiano, Il Corile, todas bien acogidas por público, crítica y acreedoras de premios. Con La fiesta, Scimone parece saber emplear los tempos íntimos y las atmósferas de no decir-diciendo del autor inglés Harold Pinter. Un texto urdido en acciones simples pero contundentes por lo que expresan más si estas orbitan en el seno de una típica familia donde las fuerzas de dominación intrafamiliar y de relación de sobreentendidos que agrietan la paz aparente de la convivencia sea esta de hogar, de parentesco, familiar o de amor diluido por “emociones no dichas” quedan magistralmente ensartaras en las frases, situaciones y formas de comportamiento de sus personajes. He allí que el autor con sincera fuerza concentra su capacidad para emplear el humor espeso e irónico capaz de hacernos reír pero a la vez sugerirnos que ¡ojo, tengan cuidado de lo que les causa gracia ya que siempre habrá algo que no es lo que es aparente!
Cuando decía que este montaje -sobriamente llevado a la escena por la aplomada experiencia de Orlando Arocha quien fungió como director invitado y fue asumido por esa extraña dupla (actriz y productor) que agremiados bajo la figura de ser perentoriamente productores ejecutivos lograron sin duda alguna, un excelente montaje. De hecho, este lucido acuerdo alcanzado por una magnífica mujer de las tablas venezolanas como lo ha representado Diana Volpe y el comunicador social, Tulio Cavalli quien ha sabido sumar desde mediados de los años ochenta del s. XX, una sólida trayectoria como productor en teatro, cine y T.V., se convierten en referente para expresar que, con voluntad y buen olfato se puede llevar a las salas de la capital de solventes propuestas que animan a toda clase de espectadores.
Tanto la Volpe como Cavalli sumaron esa voluntad y fuerza creativa de oportunidad y obtuvieron el aval económico privado para que una triada actoral conformada por Elio Pietrini (encarnando el rol de El Padre), Albi De Abreu (interpretando el papel de El Hijo) y, finalmente, la misma Diana Volpe (caracterizando a la sumisa, hiperquinética y metódica, Madre) ofreciesen un delicioso bocado teatral que se agradece. Espectáculo compacto que sumó las fuerzas y experiencias artísticas de Oswaldo Maccio (ambientación escenográfica) y la iluminación de Carolina Puig para ambientar ese lugar donde poco pasa pero mucho sucede.
Las actuaciones en rigor fueron al pelo: ni excesivas, ni sobredimensionadas. Justas en reproducir los embates de la rutina de una familia desvencijada por conocerse y reproducirse en cada acción, pensamiento y que, parecen orbitar uno sobre el otro (los histriones) a fin de crear personajes de carne y hueso cargado de amarga continuidad de su sino existencial y donde la rutinización y extrapolación de las cargas afectivas parecen sumirlos en un callejón sin salida. Trabajo afiligranado, eficaz en la conformación de su tempo interno y pleno de esos guiños que indican que tanto la dirección de Arocha como la respuesta de los actores estaban ciento por ciento entregados a hilar fino para elevar ese mundo de una celebración de estas “pequeñas vidas” llena de malos entendidos, supuestos, fingimientos, aceptaciones y caprichos pero que ya solo les faltaba la torta de su trigésimo onomástico para caer en cuenta el estado de fosilización de lo cotidiano. ¡Un montaje que si aun está en cartelera, pues debe verse ya que es altamente recomendable!

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