Fragmentación de la melancolía

Por: Juan Martins

Parece que va a temblar de Ridardo Nortier, dirigida por Orlando Arocha para el Teatro de Contrajuego me hace encontrar con un nivel del discurso que de alguna manera, siendo un poco osado al decirlo, el país espera de sus artistas: expresar las condiciones de la crisis política e institucional: mirar al país, percibir de lo estético una mirada que necesita del otro, del espectador para identificar los alcances de un teatro político. Así que la presencia del discurso se nos da desde el nivel pragmático del lenguaje, es decir, en el lugar donde los signos establecen su uso social en relación con el contexto. De allí que el espectador se entiende con la pieza ⎯me refiero a las formalidades del texto⎯ hasta llegar identificarse. El decir de los diálogos adquiere familiaridad en torno a la cotidianidad de la realidad: el discurso político del concepto revolución atraviesa el seno de una familia que podría ser cualquier estereotipo venezolano en las actuales condiciones de un hogar venezolano. Si Nortier se permite un nivel de lo cotidiano es para alcanzar el sentido del texto sobre el espectador: ruptura, desolación, finalmente, fragmentación de la familia sobreponen el lenguaje de lo melodramático a objeto de componer ⎯a nivel del texto dramático⎯ la figura de una comedia la cual nos entretuvo para quienes estuvimos de público. Pero el entretener por sí solo no es suficiente si nos vamos a entender con el teatro de arte. En otras palabras, esta propuesta está lejos de querer ser un «teatro comercial». Procura ciertos niveles de exigencia estética que lo alejan del panfleto (muy en boga) y, por otra parte, lo distancia de la industria teatral. Así que es una propuesta modesta pero consolidada en su intención estética: una puesta en escena simbólica y estructurante desde su dispositivo escénico que introduce la imagen en una fragmentación de la realidad: el comedor-sala de una pequeña vivienda (quizás de la mayoría de los hogares venezolanos) recogen, en la sensación del espectador, su memoria y, como es natural, su relación con la realidad.
Los signos le son muy presentes al espectador: la desidia de la mesa, las sillas, el lugar, las paredes son expresados con dispositivos reales (intencionalmente «reales»). Todo, regodea una naturaleza hiperrealista ⎯en la estructura del signo⎯ la cual induce a este espectador a esa relación con la familia, con el hogar, pero seccionado literalmente como si sólo estuviéramos frete a esa parte de la realidad. El modo en que el espacio escénico es abordado le permite al espectador ver aquella realidad como si sólo fuera una representación de la imagen que tiene de su propia vida: la habitación se nos arrima a la vista, levanta la perspectiva de la mirada sobre el espectador al ser colocada, como dispositivo, por encima del proscenio y elevada a la mirada de la audiencia. Se [des]construye una habitación desde el componente estético: las paredes, incluso, sutilmente pintadas de rojo, junto con el vestuario y las sillas denotan todo una simbolización del país: la revolución puesta en caída, en su decadencia política (desde la visión de la obra). Aquí, Orlando Arocha, denota y connota mediante esta imagen con la cual va hilvanando la comedia sobre un buen gusto estético: en ese pequeño espacio de la habitación-hogar los actores se desplazan en lo mínimo dada a la simetría del espacio y su limitación para tal efecto. Pienso, en una interpretación más hermenéutica, que esa delimitación del espacio desempeña una metáfora del país. La territorialidad se nos hace corta, se nos fragmenta el país como si fuera el discurso de una telenovela: la ironía de la política nos devuelve una visión kafkiana: todo está en proceso, fraccionado como mecanismo de alienación ideológica por parte del estado sobre los individuos que componen la venezolanidad.
Al fundar, en el plano de lo satírico, las condiciones de una nueva emotividad colectiva, que ya se nos hace cotidiana, pone en la palestra aquella vieja relación entre el teatro y la sociedad. Eso lo sabemos. Sin embargo, no se hacía presente en los escenarios venezolanos. Es una presencia ahora que puede madurar (si estamos entendiéndonos en los términos de lo estético) en la búsqueda de nuevas interrogantes en la audiencia. Lo que significa que no podrá resolverse en una tendencia del teatro venezolano, sino que se medirá en el rigor escénico que empieza con esta primera de la Trilogía Revoluciones por minuto (RPM). Con ello, Contrajuego asume su nivel de expresión, No sé si «contestatario» pero arriesgado.En un análisis más estructural comprendemos que la dirección conserva en el (la) actor/actriz la síntesis del movimiento y el desplazamiento con la intención de otorgarle un nivel estético que, a mi entender, se hace placentero por su construcción de la representación en aquellas delimitaciones del espacio a la que hacía mención y que al mismo tiempo definen la puesta en escena: una pequeña habitación reducida al estricto espacio necesario para que éste, el actor/la actriz definan el carácter de denuncia del texto y, en su representación, de la comedia. Y este es el mérito de la dirección: reconocer la capacidad del actor y disponerlo en el espacio escénico. De esta manera Arocha centra su preocupación en la interpretación del texto por parte del actor.Las actuaciones mantienen ese nivel de exigencia. Todas las actuaciones sostienen la consistencia de esos ritmos, la organicidad actoral es evidente. Por una parte la maestría de la actriz Antonieta Colón en el rol de «La Abuela» es coherente con este discurso. Y de igual manera se sostiene la estructura actoral en el resto del elenco. Es de destacar la actuación de los jóvenes Ariana Savio y Gabriel Agüero en los roles de «La Hija» y «El Hijo» respectivamente. La dirección supo tomar lo mejor de cada uno. Es grato saber cuando el actor y la actriz sostienen una actuación orgánica.Entonces hasta ahora estamos definiendo las características de lo que es, en ese contexto, un nuevo teatro político. Su autor no lo pretende (es una pretensión mayor), sólo quiere expresarse. Y lo alcanza. Hasta un primer momento de la obra estoy convencido de que esto se resuelve. Y me estoy refiriendo a la secuencia de monólogos que iban representando un personaje tras otro. Los cuales encarnaban a su vez relatos consistentes de la vida familiar que la audiencia receptaba como suyos. Aquí se hace presente un primer ritmo de la obra que me pareció excelente, tanto en la representación actoral, como en el texto, dando a lugar a la disposición de la comedia. Ese ritmo cambia para cuando cada uno de los personajes empiezan, ya en un segundo momento (si se quiere en un segundo Cuadro Escénico) a dialogar entre ellos. Creo que estos diálogos se hacen extensivos en la composición de la obra, restándole aquél carácter «no comercial» que necesitamos de una buena comedia. Que necesitamos tanto en el teatro venezolano cuando los discursos hegemónicos nos agotan.

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