LOS GOLPES DE ELOISA

NARRADORES
LOS GOLPES DE ELOISA
Autor: Joaquín Ferrer Ramos

Eloisa comenzó a golpearme casi de inmediato.
Sucedía así: Yo me arremangaba la manga de la franela y le ofrecía mi antebrazo. Ella procedía a golpearlo con el puño cerrado. Eran golpes fuertes y secos que producían una corriente de electricidad que subía por mis nervios, por un lado, hasta el cuello y, por el otro, bajaba hasta la muñeca. Yo aguantaba los golpes con un estoicismo que tenía su origen en el amor. Debo decir que era feliz.
Con el tiempo y la periodicidad de los golpes, en mi antebrazo se formaba un gran cardenal de color morado intenso, casi negro. Cuando eso sucedía y el dolor se hacía insoportable cambiábamos de antebrazo como se cambia uno de camisa. Cuando el segundo antebrazo se resentía al punto de no poder soportar más golpes, volvíamos al primero que, si bien, no estaba del todo curado, ya estaba preparado para recibir nuevas andanadas. Así una y otra vez. La orgía de los golpes. La única en la que participamos.
 Nuestras sesiones sado-masoquistas eran privadas. Se desarrollaban casi siempre en el jardín, protegidos de miradas indiscretas por la barra del bar y la estructura de ladrillos de la parrillera. O en nuestro escondite. No voy a revelar cual es. No vale la pena. No va a añadir nada a la historia. O tal vez si. Mejor dejarlo así.
 No todo eran golpes, por supuesto. También conversábamos mucho. Y nos besábamos. Eloisa tenía una lengua dulce y sabia, a pesar de que ella se presentaba como una mujer sin experiencia en el amor. Eloisa decía que sentía mariposas en el estómago cuando la besaba. A mi me parecía una frase hecha. Pero me hacía el loco. Me gustaba que me dijera ese tipo de cosas cursis.
La veía todos los días. Pasaba a recogerme temprano por mi casa y nos íbamos para la universidad central. Estudiaba arte. Yo pensaba (y sigo pensando) que estudiaba arte más que nada para llenar un hueco en su vida. Como también pienso ahora que su relación conmigo llenaba otro agujero, o tal vez era el mismo y enorme vacío que trataba de llenar, inútilmente, en un esfuerzo, igualmente inútil, pienso yo, por no perder la razón.
Sin embargo en aquella época trataba de no pensar demasiado. Yo solo la acompañaba a donde ella quisiese ir. Y la universidad central ere un lugar tan bueno como cualquier otro. Tal vez mejor.
Mientras Eloísa recibía sus clases yo me quedaba conversando con amigos comunes. Aunque lo que más disfrutaba era deambular por los pasillos de la universidad y hojear libros en los puestos de ventas frente a la escuela de ingeniería, o ver a las muchachas caminar con sus cargas de libros, despreocupadas y frescas y tan lindas, o sentadas en la tierra de nadie, al sol o cobijadas bajo la sombra de los árboles, pero siempre llenas de vida, tan pero tan llenas de vida, que siempre se les derramaba un poquito y algo de esa fuerza telúrica llegaba hasta mi y me ungía y me daba esperanzas y fuerzas para seguir adelante
Eloísa y la universidad central están fundidas al rojo vivo en mi memoria. No puedo pensar en una sin que el espíritu de la otra se materialice en mis entrañas. Yo me enamoré de la central durante esos vagabundeos mañaneros, mientras esperaba al amor de mi vida. Ese amor que tardaba en llegar y que, finalmente, nunca llegó.
Sin embargo era feliz cada vez cuando Eloísa salía de sus clases y la veía venir con sus manos de harina extendidas hacia mí, sonriendo y sus ojos verdes como un ancla clavada en los míos.
Luego regresábamos. Almorzábamos en su casa o en la mía y después nos internábamos en nuestro refugio o en el jardín, entre la parrillera y la barra del bar y comenzábamos nuestra sesión privada. Cuando la noche caía con su carga de melancolía, Eloísa se iba y yo me quedaba muy solo. Entonces me encerraba en mi cuarto y acariciaba mis moretones con embeleso, deteniéndome en los sitios más sensibles y dolorosos, o me sentaba a escribir poemas con una desesperación y una avidez que no recuerdo haber vuelto a tener. 

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