Medea, la arquitectura del poder (I)


Por Juan Martins*
Medea de Eurípides, versión de Cristina Banegas y Lucila Pagliai, con la dirección de Pompeyo Audivert, obra que pude ver en el Complejo Teatral de Buenos Aires gracias a la invitación que me hiciera el destacado investigador y crítico teatral Carlos Fos para disfrutar de un espectáculo en el que la relación del espacio escénico y la estructura dramática (en tanto a la versión propuesta) van de la mano. El espacio se libera. La palabra figura la representación en la que los personajes ajustan el espacio escénico hacia una poética del actor. De allí que sea tan relevante su versión dramática. Me explico, el uso del proscenio abierto y circular, sin dispositivos escenográficos, requiere del actor una interpretación semiológica del texto dramático la cual, a su vez, deviene de la construcción estética que hace de éste para la escena. Es allí cuando el actor/la actriz se revelan como una estructura sígnica que le otorga, al desarrollo de ese espacio escénico, las condiciones de una obra donde lo orgánico (la corporeidad del actor o la actriz) se impone. En ese momento, las sensaciones y las emociones se desplazan hacia el espectador, puesto que encuentra una respuesta sensorial en esa relación humana y sensible que existe entre la actuación y el público. Así que éste, el espectador, recepta en forma de emoción la sintaxis del relato teatral, esto es, Medea, su componente literario y la historia que se nos «cuenta». Eso lo sabemos de antemano cuando asistimos a un texto de tal exigencia a la hora de verlo en acción. Sin embargo, ese desplazamiento que va desde el texto al espectador queda definido mediante la actriz (Cristina Banegas en el rol de «Medea») quien es un eje semántico al colocar en un mismo lugar la escena, la representación y la actuación. Aquí me detengo, esta interpretación (de)codifica el mecanismo verbal a objeto de que se transfieran en representación emociones como el dolor, el odio y la sensualidad del personaje. Es una lectura de las emociones porque el público «ve» la interpretación del texto: «ve» la palabra. Y si lo entiendo bien, es la medida poética con la que Pompeyo Audivert define su discurso. La actriz, entonces, simboliza la estructura dramática desde la composición del relato y, con ello, la de su personaje. Por esta razón decía que la actuación figura aquella abstracción del espacio escénico: toda la simbolización del poder dispuesto en un diagrama de la iluminación. La iluminación es aquí la arquitectura de ese poder y con ello la simbolización del lugar que ocupa en la escena: la metáfora del poder como signo de una época y de una tradición literaria: la tragedia griega.
No sólo tenemos acá  una versión teatral, sino cómo la actuación conduce esta propuesta y se concibe desde la interpretación semiológica del texto que hacen el actor y la actriz a la que me refería más arriba. Aquí está el aspecto a destacar: la interpretación que esta actriz hace del texto dramático para la representación. Y no tengo la menor duda de que, por medio de una racionalización de aquellas emociones, la actriz y el actor se mueven hacia un sentido del sentimiento, pero siempre cuidando el nivel interpretativo y la realidad la cual representan. Es en ese momento que la representación es el espacio racional de la palabra porque esta actriz construye en escena el relato teatral. La audiencia queda conciente del lugar y el momento que se está representando sin que necesariamente lo vea físicamente en la escena (el espectador omite esa necesidad naturalista y seudo-realista de la representación): todo queda dispuesto en la caracterización de los personajes. De esta manera la actriz lleva a cabo una actuación orgánica, rítmica y dirigida al público con fuerte energía interpretativa. Esta carga de energía es lo que he denominado como densidad sígnica, puesto que reúne el sentido de la obra en el eje de la actuación la cual constituye esa estructura del espacio escénico. Por aquello de que aquí la actuación viene acompañada por el resto del elenco y la diagramación de la iluminación. Sólo esto: el componente de un espacio escénico. Ese espacio vacío está contenido de esa interpretación que, en el caso de Cristina Banegas, nos emociona y nos conmueve en ese nivel sensorial: la pasión, el dolor: lo femenino se libera justo cuando se desprende del amor a sus hijos para darles muerte. Esa carga semántica de la caracterización se da en la medida en que la actriz racionaliza la emoción en búsqueda de su poética. Como para subrayar el uso de esas emociones, el director de escena (diría más bien el diálogo entre el director, la actriz y el escenógrafo) prescinde del dispositivo escénico: nos entrega un espacio libre, en lo más posible, de una escenografía convencional. Figura, por medio del buen uso del vestuario y la iluminación, el lugar protagónico que ocupan las interpretaciones actorales. Hace por ejemplo de esta actriz, como decía, el eje semántico del discurso escénico. Y lo hace desde la capacidad actoral en desarrollar aquellas sensaciones, emociones y finalmente el pensamiento que le otorga la unidad actoral. De allí la presencia de una actuación orgánica y sentida. Y con ese ritmo acompañamos todo el transcurso del relato teatral. Sostiene al espectador en el mismo nivel emotivo de las caracterizaciones, ocupando de alguna manera nuestra racionalización de esa realidad escénica.

*Juan Martins viene de presentar la revista «Teatralidad», en su condición de editor, en la ciudad de Buenos Aires ante la Asociación Argentina de Investigación y Crítica Teatral. En este encuentro participaron los críticos Jorge Dubatti —autor del artículo el cual ha servido a su vez de título monográfico de su primer número, Crítica y verdad—, así como también el destacado antropólogo e investigador teatral Carlos Fos. De esa experiencia en Buenos Aires, Juan Martins nos trae una serie de textos críticos fruto de su vista a diferentes teatros. Hacemos aquí una primera entrega.

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