El espacio vacío del amor (y II)


Por: Juan Martins

(Este artículo es continuación del publicado el número anterior)

El espacio es «vacío», sí, pero contenido. Contenido en el cuerpo del actor. El mejor ejemplo de esto lo tenemos en la coherencia con que la exhibe su elenco. Debo destacar, en este sentido que expreso, la actuación de Marisol Matheus (en representación de «Madre-Tía-Esposa»). Alcanza ese nivel emotivo de los personajes mediante la (des)construcción del signo: el cambio de registro, la expresión orgánica del movimiento, junto con la simetría del desplazamiento nos permiten decir que esta actriz interpreta, en esa unidad del pensamiento que define al teatro, lo que significa aprehender el espacio y la estructura de esa significación: la (des)construcción del signo nos devuelve sentido en la escena. No hay exceso, sino construcción. Y esa construcción es simbólica. Lo cual se cierne en el público con toda su carga emotiva. El público, más temprano que tarde, logrará discernir ese goce estético. La estructura actoral mantiene ese nivel discursivo. Un tanto vemos en Eulalia Siso en el rol de «Antonia»: se reiteran como logros cambio de registros y corporeidad escénica: el hecho lúdico se erige en la racionalidad de la emoción: la emoción es, vuelvo a decirlo, cuerpo actoral y continuidad de aquel espacio escénico. Por su parte Beto Benites («José») afirma este compromiso estético. En él, el tratamiento del silencio (como decodificación del texto dramático) se formaliza en el uso de una actuación también orgánica, en la que la síntesis se impone: no se desborda, las líneas de su expresión corporal van acompañadas de un cuidado al rol que representa: un personaje que está entre los límites de lo real y lo soñado: «José» nos sueña: somos él en la medida que nos involucramos en su historia y conduce con ello la narrativa de esta dramaturgia: otorga linealidad y continuidad en el relato teatral: de allí que notamos cierta cadencia en sus movimientos, en su «sentir» sobre el espacio escénico como para centrar la lógica de ese relato y la continua mirada del público. Aunque pienso que las transiciones entre lo soñando y no/soñado debieron demarcarse o diferenciarse, uno de otro, en la representación. De modo que el espectador tenga tiempo de establecer una realidad de otra. Sin embargo así lo decide la dirección del espectáculo. Es una opción (no siempre el público cae en cuenta de esas diferencias). No sé por qué razón encuentro en otro nivel a los jóvenes actores que acompañan al elenco. El desarrollo de la actuación (tanto en Oscar Salomón en el rol de «El Jefe-El hijo» y Orlando Paredes en el rol de «Padre-El Otro» respectivamente) adquiere su funcionalidad. Pero hasta allí. Habría que evaluar, en rigor crítico, esas posibilidades en estos actores jóvenes que hacen visible su talento y pueden, por el contrario, ascender en la búsqueda de ese discurso simbólico y estructurante que significa «Jardín de pulpos».

La distancia de ver una sola función limita ese rigor crítico que apenas puedo sostener. No creo en una crónica de una función de una sola noche, más bien, en una crítica sostenida la cual pueda conceptualizar aquellos aspectos del actor/la actriz. Pero la puesta en escena es rigurosa y exige esos niveles de disciplina en el contexto de un teatro venezolano muchas veces mediatizado por el efecto de la taquilla. Y hacer presencia en este espectáculo es un acto de amor. Necesario. Y exige por parte del estado mirar hacia un lugar diferente, diría, en el marco de aquella mediatización, irreverente del teatro venezolano, donde la belleza es presencia: el teatro como arte. Muy ajeno de lo ideológico y de la ceguera burocrática.

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