Armando Carías (I parte)


Por Bruno Mateo

Es presidente fundador del Teatro Infantil Nacional (TIN), miembro del Consejo Nacional de Teatro (CONAC) y autor del proyecto para la creación de la cátedra de “Comunicación para la Infancia” en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Bolivariana de Venezuela.

Si tuviéramos que precisar el momento en que el teatro infantil venezolano comenzó a hablar con voz propia y no, como fue menester durante años, en boca de hadas, príncipes y duendes que mucho nos dijeron sobre historias y leyendas de países lejanos, pero muy poco sobre nuestras propias maravillas y nuestros cercanos asombros; si fuera necesario determinar el cuándo y el por qué del nacimiento de una dramaturgia infantil venezolana, construida con piel y huesos de nuestra tropicalidad, sufrida y gozada por seres que conocemos, vivida por personajes que se nos parecen y representada por actores que no necesariamente deben saber decir el verso al modo y estilo del Siglo de Oro; si por rigores del almanaque y fechas más o menos patrias, fuera útil para alguien fijar el día en que un actor de teatro en nuestro país se paró frente a su infantil auditorio para referirse a lobos distintos al de Caperucita y a niños menos rubios y rollizos que Hansel y Grettel; entonces, llegado ese momento, habrá que partir en dos la historia del teatro infantil venezolano.

Será obligatorio, cuando eso suceda, reconocer el esfuerzo de quienes balbucearon los primeros espectáculos infantiles de los que da cuenta nuestra escena durante el no tan lejano siglo XX y este XXI que comenzamos a andar.
Inevitablemente tendremos que aludir toda la herencia de obras que, sin haber sido deliberadamente escritas para el teatro, se integraron a éste bajo la forma de versiones y adaptaciones que los niños que hoy son nuestros abuelos, disfrutaron en algún matiné dominical.
Cuentos clásicos, zarzuelas, burletas, jerusalenes, pasos y una que otra opereta llegada a bordo de uno de esos trasatlánticos que anclaban en Puerto Cabello con sus pesados baúles y sus telones interminables; conformaron el “repertorio infantil” que, hasta bien avanzada la primera mitad del siglo pasado, nutrió nuestra cartelera teatral.
No es sino hasta los años setenta de ese siglo dejado atrás, cuando se da el surgimiento de lo que podríamos llamar una dramaturgia infantil venezolana, hecho asociado, fundamentalmente, al desarrollo de un movimiento grupal que instala las bases para que un considerable número de autores venezolanos o residentes en el país, comiencen a ver representadas sus obras con regularidad y a confrontar su trabajo con el público.
Es para estos años cuando comienza a gestarse en nuestro país una corriente fresca y renovada que estimula el nacimiento de grupos estables y elencos ocasionales particularmente sensibilizados hacia el espectáculo para niños, y con estos, la plataforma para que una generación de creadores (diseñadores, músicos, directores, dramaturgos), carentes de un escenario para la difusión de su obra, comiencen a pulsar el ánimo y la aceptación de una audiencia hasta ese entonces acostumbrada (¿resignada?) a un teatro infantil entendido como eco de no siempre fieles versiones de los cuentos clásicos, muy a la sombra, por cierto, de la interpretación disneyana de tales relatos.
Antes de los años setenta, salvo escasas excepciones, el empeño de los pioneros de este arte en nuestro país no corrió de la mano del surgimiento de historias que le hablaran a nuestros niños de sus fantasías cotidianas, de sus mitos y de sus leyendas, de sus pájaros, de sus montañas, de sus ríos, de sus ciudades, de sus gentes y del inevitable encuentro con personajes que respiran verdad.


Hoy, a la distancia, pareciera que aquello fue más heroísmo que compromiso, más aventura que militancia... en definitiva, más locura que certeza de la importancia de una expresión que nacía como respuesta a la ausencia absoluta de manifestaciones artísticas que jerarquizaran al niño como espectador.
No hay reproche, muy por el contrario, ese es el “antes” del “después” que pretendemos abordar en esta investigación llevada a cabo en ocasión de la publicación de la “Antología de la Dramaturgia Infantil Venezolana”, en la cual se seleccionaron las cuarenta obras que, a nuestro juicio, con mayor precisión representan el teatro infantil que se ha hecho en nuestro país durante las seis últimas décadas, incluidas en ellas un conjunto de piezas que dan testimonio de las temáticas y estilos que estuvieron presentes en esas primeras creaciones de que da cuenta la no tan corta historia del teatro infantil venezolano.

El presente trabajado intenta ofrecer la visión de una dramaturgia representada por multiplicidad de autores y tendencias, expresión de un teatro en el que príncipes, gnomos, gigantes y dragones, conviven en sana paz con piojos, muñecas de trapo, dioses indígenas y ratones poetas.

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