MIRADAS A LA ESCENA (II)

Por Carlos Herrrera
Para quien ejerce seguimiento de espectar lo que se dinamiza con oferta escénica en una determinada vitrina –como lo resultaría el caso de la una compleja urbe como Caracas-propone a quien lo asume, algunos retos que colocan su reflexión bajo pinzas debido a que, nunca escapa al movimiento pendular del gusto personal sobre “x” o “y” género, de las facilidades o dificultades de acceso a los ámbitos donde se presentan los montajes o espectáculos e, incluso, lo natural de la personalidad, carácter, actitud, que lleva calladamente, el oficiante de “espectador especializado”. Esos retos que aludo son la oferta escénica propiamente dicha que tiene sus altibajos relativizados a su temporalidad o “temporada” la cual, entre 1990 a la fecha ha supuesto, una reducción del número de funciones que la constituían. Si mal no recuerdo, una temporada podía ser de casi dos meses, donde una producción teatral dada podía estar de cómo forma básica de jueves a domingo, lo que supondría un aproximado de unas dieciséis a veinte presentaciones- sin contar con los supuestos del “éxito de taquilla” que podrían darle un aliento de hasta dos meses más, es decir, unas 8 funciones adicionales. Incluso, alguien que perdiese esa temporada, estaría seguro que podría confrontar en el marco de festivales, muestras y encuentros, y hasta un año después sea bien el montaje o una reposición de la misma.
Otro aspecto es lo que conceptualmente, estéticamente, ideológicamente da soporte a tal o cual propuesta escénica. Ello supone (que el cronista de turno, léase como periodista avezado en teatro, el “crítico teatral” el “espectador especializado” e, incluso, el más ortodoxo de los espectadores) deba asumir con tono atemperado y actitud asentada como se dispondrá en el acto de “consumir” el hecho artístico. Se de algunos casos de personas adscritas a la academia y que de cuando en vez se acercan motivados por factores -que uno no termina de aprehender- a ver y opinar, a opinar con sesgo y ese sesgo está siempre marcado por una apreciación pretérita lo cual le hace poner cristales empañados a su recepción ya que ahora, la escena no dice nada, que la dramaturgia está desconectada de la realidad socio cultural del país, que no hay ningún director (asesinando, por decirlo de alguna forma) sea este catalogado como valor emergente -que debe ir creciendo en la praxis pero no se le puede obviar ni desdecir su formación, sea buena o mala, óptima o deficiente- y que, se concretará en los espectáculos que signan la dinámica del “aquí y ahora” en eso que sabemos es la producción-circulación del hecho teatral nacional.
La actitud del receptor, su capacidad de espectar, las temporadas, los circuitos teatrales, la fluctuación informativa de ¿dónde, cuando y que? hay algo que ir a ver, las condiciones cotidianas de la ciudad (transporte, seguridad o inseguridad, la pulsación anímica de la ansiedad del colectivo –que va desde una “inmamable” cola para asistir a tal o cual sala hasta los imprevistos políticos del día / semana- colocan su impronta para tener ese deseado nivel de estar presto a “gozar”, “disfrutar” o “contemplar” ese montaje que ha sido pautado bajo el interés del espectador común y corriente o del “crítico teatral”.
En mi caso, vectores como labores profesionales disímiles coartan no solo el ir a tal o cual estreno, de asumir la agenda de seguimiento de un montaje o propuesta escénica sino que, hay que hacer tiempo extra para discurrir un escrito más o menos coherente, más o menos oportuno sobre lo visto, más o menos profundo –analítico - reflexivo de lo que se ha visto.
Estar al día entre ver u opinar es para este servidor, casi un acto de malabarismo. La nota pues, refleja ese sinsabor de que no es oportuna, que no es bien justificada, argumentada, cimentada en reflexiones que dejen algo a quien la lee – en especial, al artista de la escena sea este un diseñador, actor, dramaturgo e, rara vez, al técnico -; en todo caso, se hace el mínimo esfuerzo y se esgrime ante el universo de los hombres y mujeres que hacen con tenacidad y perseverancia de su oficio, que si no se escribe, que si es escueto lo que se expresa en la nota fugaz, que si lo que se asienta es casi un formulismo impresionista y no una opinión crítica enriquecedora para todos, ambos saben que, la memoria es lo que debe preservarse ya que, no es la gacetilla promocionada en tales o cuales medios la que dará la vitalidad del análisis sino esa “opinión” escrita del oficiante cronista o “crítico especializado” la que dará valor de contexto, sentido de justeza valorativa (teórico - conceptual a lo que especto) y exponerla en el medio que pueda tener a su alcance. Sobre la actitud ideológica del “crítico” es algo que acá no voy a discurrir.
Toda obra / montaje supone un marco de ideas, intereses, posturas, interpretaciones, cosmovisiones, etcétera de la realidad y, dentro de esa realidad, como el se inserta, como él la percibe, la de-codifica y re-codifica a fin de expresarla en un acto singular de escritura, de puesta en escena e, incluso, de darle corporeidad en la labor histriónica. En fin, ideología versus realidad o viceversa, actitud de contemplar e ideología (personal o que extrae de lo que percibe), juegos intricados que solo pueden ser abordados con íntima certeza que la tolerancia, el respeto, la pugnacidad dialéctica constructiva enriquezcan el hacer teatro.
Los caracteres de una nota es un ámbito especial para que este pugilato formal o superfluo entre la realidad personal, la realidad social y el universo de la ideas estén en una franca lid. Lo que cuenta es el valor de cada quien en verter en negro sobre blanco su interpretación del hacer de los otros. Quien asume el papel, el rol, la función de la crítica de arte, estará marcada desde los cotos academicistas apuntalados con análisis / comprensión / saber de especialistas harto estudiosos que van desde la sociología a la semiótica, de la psicología del arte al sofisticado cosmos de las teorías del discurso pero hasta el más neófito espectador sabrá distinguir lo que desea ver de lo que no desea ver, de que tal obra / montaje es teatro superfluo y evasivo a estar convencido que tal producción es “arte elitista” y no porque no pueda acceder a confrontarlo sino porque los códigos, los elementos semiológicos, los lenguajes y demás sacro santas variables operan para dificultarle su “gozo” / aprehensión elemental del hecho espectacular.
A veces uno se pregunta: ¿es más válido contemplar una producción intitulada como “No eres tú,soy yo” de Luís Fernández o, ir a ver “El Eco de los Ciruelos” de la C.N.T? Es arte “El cruce sobre el Niágara” o, es tiene más efecto “catártico” evasor ir a la Sala Luisela Díaz presto a ver “Gorditas” o “Ambas Tres”?. Me sumerjo en más interrogantes: ¿Quién tiene la razón? ¿La crítica? ¿Los sepultureros envestidos de academia? ¿Los teóricos? o, sencillamente, el público común y silvestre que oxigena tal o cual temporada dándole vitalidad de células económicas a la taquilla?
Estamos en el umbral del cierre de la primera década del s. XXI, la historia de la cultura ha colocado piedra sobre piedra para la comprensión y relación del hombre / mujer en la construcción de la faz de este lado del mundo occidental. Y con todo, en cada país, en cada continente, el raudal de los movimientos artísticos, el oleaje furioso e indetenible de las mentes pensantes discurren sus abigarradas teorías, proposiciones y deducciones. La humanidad entró hace largo tiempo en los linderos conceptuales de la postmodernidad. Sin con maniqueísmos, con y sin ideologías, con mayor peso creativo o sin el impulso renovador del arte, quien consume determina –quiérase o no- una parte del gran mecanismo de eso que se asume, expresa, codifica, canoniza como arte moderno, como teatro moderno, como la singularidad del acto cambiante e “maleable” del expresar para comunicar.
Entonces, en desde mi personar lar, me sigo inquiriendo ¿Quién tiene la razón? Quizás la escena local caraqueña –por solo referirme a un algo constatable donde lo nacional, lo latinoamericano, lo iberoamericano y lo mundial debo dejarlo fuera, dado que es imposible aprehenderlo y comprenderlo todo- se expresa con voluntad propia e innegable. Yo, “crítico” yo, “cronista”, yo, “espectador” hago un esfuerzo, trato de tomar una actitud, evito ser maleable, busco respetar lo que veo, insisto en seguir aprendiendo, persevero en contemplar, valorar, apreciar, tomar cosas para mí y expresar pareceres a los demás pero no juzgar.
Esa no es mi función, ni mi papel, ni mis facultades. Se que otros asumen la figura con severidad o desdén, con o sin autenticidad, con mayor incisividad analítica / reflexiva y vinculante con los procesos dinámicos de los tiempos, pero, de algo estoy convencido es que se me deleitar cuando percibo propuestas que me sorprenden , se motivan, me dicen cosas, me dan la oportunidad de que mis neuronas o mi espíritu salga estremecido, que la escena me haga reír o llorar, que los actores o actrices estén en su acción de arte y no justificándose bajo el pretexto de que están “trabajando” porque, a final del cuentas, mi pesar sobre la retribución dada al teatrista por si acto de fe y pasión, será mi aplauso y creo estar en sintonía con los que Adorno decía sobre esta acción cuando Theodor W. Adorno en un artículo afirmaba que: “Como acto ritual, el aplauso establece en torno al artista y a los que aplauden un círculo mágico que ni uno ni otro son capaces de penetrar”.
Como colofón a la presente nota, rindo ese aplauso a las producciones teatrales ofrecidas por el Grupo Actoral 80 con su excelente propuesta teatral “El cruce sobre el Niágara” de Alonso Alegría donde desde la dirección (de Melissa Wolf) hasta la entrega de la dupla histrtiónica dada por Daniel Rodríguez (en el papel del equilibrista del siglo XIX, Blondin) y Jesús Coba (caracterizando a Carlo, el joven científico que se sumara a los actos espectaculares y cuasi legendario del romántico aventurero y cruzador de líneas sobre el vacío) ofrecen un todo altamente satisfactorio de muy buen teatro, de ese acto necesario de placer para la platea debido a que fondo y forma, acción y figuración, imaginario convocante y entrega del espectador estuvieron tomadas sabiamente de la mano para hacer del convivió escena, espacio de expectación un puente invisible que dio satisfacción tanto a quien lo ejecuta (los artitas) como aquel que se siente público. Siento que el Actoral 80 retoma una senda que se había desdibujado y que ahora, vuelve por sus fueros desde lo estático a lo conceptual, desde la esencia de de plantear cosas sobre la escena a re-constituirse como colectivo entre colectivos. Trabajo que hay ir a disfrutar mientras esté en cartelera.
Otro alcance, en esta mirada a la escena que me permitió saberme que ha sabido gozar de una hora de su tiempo personal (y hasta profesional) me lo entregó el colectivo Teatro del Laberinto quienes con desenfadada entrega, sencillez de comunicación, pertinencia ideológica en su discurso textual, fascinante como seductora fuerza para mantenerme atento a todo lo que se hacía, decía tras el constructo argumental o bien, por la finura de sus entregas en la elaboración de cada personaje / acción / situación escénica hicieron que lo histórico latinomericano (el encuentro dado entre los generales Simón Bolívar y José de San Martín, en la ciudad de Guayaquil, Ecuador en el año de 1822 sobre el estatus de liberación del yugo español y, en consecuencia, de lo que sería el horizonte político que cada parte representaba) fuese escenificado de forma aguda e inteligente por la dirección de Ignacio Márquez (cuyo texto es de su autoría) y la afiligranada copo-expresividad de Arnaldo Mendoza y del propio Nacho Márquez para armar, en los espacios de la Sala “José Ignacio Cabrujas” de la Fundación Chacao, una mirada inusual de lo que fue la titánica épica que en pos de la emancipación sudamericana asumiesen ambas figuras en el primer tercio del s. XIX.

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