El esposo desaparecido



de Bruno Mateo

A veces, me siento en el banco del parque y comienzo a observar a los muchachos que juegan con la pelota. Sus piernas al descubierto dejan ver su rebozante juventud. Tendrán unos 25 años. No son unos críos, pero si son deliciosos. Sus groseras expresiones hacen que mis manos suelten, sin querer, el bordado que hago. El sol pega sobre sus cabellos que se agitan con el viento. Mi transpiración se alborota con sus vítores al meter un gol. ¿Cómo una etapa tan bella se puede alejar de nuestras vidas? Ahora, me vienen a la memoria los versos de Rubén Darío: "Juventud, divino tesoro, te vas para nunca más volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”, y viendo aquel joven negro con su piel aceitosa por el sudor que emana de sus poros, me invita a gritarle: ¡Arriba! ¡Así se hace! Los chicos se voltean y me sonríen. ¿Qué más pueden hacer frente a una mujer de ochenta años sentada en una silla de ruedas? Es fascinante detallar esos cuerpos tan atrevidamente masculinos.
Me imagino sus olores de macho joven que dominan una manada de hembras en esta jungla de cemento. Acaso una mujer , como yo, no puede deleitarse con ver, aunque sea ver, a esos hombres jugando pelota, una tarde en un parque de una ciudad cualquiera. Corren veloces, y sus imágenes se me graban en toda mi piel. Vuelo hasta aquellos años cuando mi esposo y yo nos revolcábamos por la grama y nos besábamos a escondidas de mi madre y debíamos parar porque su virilidad y mi feminidad estaban a punto de estallar. Ahora, mi carne se pega a mi vestido y siento que quiero correr junto con esos muchachos para ver si alguno de ellos pueda ser mi esposo desaparecido

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