TEATRO INFANTIL EN LA ENCRUCIJADA

Por Carlos Herrera

Sobre el quehacer escénico para niños y adolescentes se dice poco y se analiza menos. Es curioso detallar que esta actividad tiene múltiples facetas que lo estructura. De hecho, para casi todos el que se dedique al arte de Thespis que da por sentado que el teatro para niños (as) es una disciplina exigentes tanto en lo propio de su escritura como lo inherente a su praxis.

Siendo exigente y delicado su asunto, son pocos los profesionales que pueden lograr alcanzar resultados satisfactorios cuando se trata de conjugarlo bajo la fórmula de un espectáculo. No se trata de que el teatro para la infancia y la juventud sea cuestión de una alta preparación sino ese sentido de tener intuición, perspicacia, ponderación y equilibrio a la hora de comprometerse en la búsqueda de un determinado proyecto sea este dramatúrgico o de puesta en escena.

Al mirar lo que se exhibe semanalmente en las marquesinas de los teatros que hacen vida en Caracas uno cae rápidamente en cuenta de algunos aspectos inquietantes: uno, es que hay una ausencia notoria de una sólida dramaturgia orientada al segmento infantil como juvenil. Otro, que el actual sistema de producción teatral está cada vez más marcado por un sentido de lo espectacular pero obviando un sentido lúdico de significación traducible en temáticas que dejen un mensaje sobre problemáticas que influencian la relación del niño – sociedad y/o del factor del infante (o joven) con problemáticas propias de su individualidad, con el entorno sociocultural y hasta con las consecuencias de las realidades que un mundo globalizado y cambiante tiene sobre él.

El teatro infantil debería propender a ser instrumento de comunicación, factor de arte que ayude a orientar formas y entendidos de hacer aprehensible una realidad que cada día se va diversificando de forma alarmante. No es que hay que formalizar temas y argumentos en lo dramatúrgico que sean canales alarmistas para colocar el impacto de la influencia de lo mediático o las mutaciones de que uno creía monolíticos paradigmas morales o que apunten a señalar los resquicios que sufre la comunicación entre los individuos sean estos mayores o pequeños sino que por lo menos, intente hacer de lo dramático escénico un eje para discurrir los alcances (positivos o negativos) de tales circunstancias.

Hoy día vemos que la comprensión que tenemos de el sujeto niño (a) es cambiante. No es lo mismo un chico que tiene entre 8 y 13 años de hoy que está inmerso en lo lúdico con instrumentos de comunicación que incomunican (que puede ir desde el empleo de la Internet con sus infinitas variables al uso de Ipods y juegos ultra sofisticados) que la actual infancia ha venido manipulando por lo menos desde los últimos diez años. Instrumentos tecnológicos de entretenimiento y comunicación que hace dos décadas atrás no estaban tan presentes. Eran tiempos donde aun la tradición cuentística, la oralidad familiar y del entorno educativo estaba con poder, que el empleo de la palabra y los signos significantes de disciplinas como la música, la danza o la plástica abrían canales para el crecimiento de lo cognoscitivo y muchas de la veces estaban en comunión con el teatro. Hoy por hoy cada vez más se impone el callado culto a la indolencia y la reverencia a la apatía tras lo que aparenta ser los signos de la modernidad tecnológica.

El niño (a) de estos tiempos iniciales de la primera década del s. XXI parece estar siendo alejado de medios efectivos para una sana, clara y aceptable formación espiritual. Incluso, las fórmulas de lo espectacular teatral no le ofrece sino contenidos vacuos, superfluos y banal en cuanto a formas y contenidos. Se da valor a cierto grado de hedonismo transculturizado que hacer énfasis en la recapitalización de lo propio. Juegos y teatro parece estar crispados no por algo esencialmente positivo que ayude a la formación de individuos que en el futuro sean capaces de modificarse y modificar el entorno social donde están insertos sino una especie de autómatas perfectamente entrenados a alejarse de la sensibilidad, el amor hacia el entorno, desinteresados de una cultura propia y hasta podría decirse que mientras más desligados del valor del amor y la tolerancia (sea hacia la naturaleza o el prójimo) parece que responde a una singular manera de conformar otra clase de sociedad que aun en Latinoamérica no es natural.

El teatro infantil que veo en las carteleras de Caracas (con honrosas excepciones) están armados sobre un tinglado cuyas capas exteriores se detallan con facilidad: el acento del show business que se enviste de oficio engañoso y que pretende vender valores alejados de la sencillez, el entrenamiento de estereotipos de imagen tras un acto de esparcimiento que modifica las bases del grupo familiar y que posiblemente su anhelo sea pasar un buen rato recibiendo mensajes agradables y a la vez constructivos pero que ahora está empacado con la figuras de la TV y ello hace que el medio sea el mensaje y, por último, que los temas / mensaje de lo que se pretende proyectar a la recepción sean hegemónicos con el fin de modificar sin justificar.

El teatro para niños y jóvenes en Venezuela está en una particular encrucijada. Hay talentos, artistas, grupos, directores, dramaturgos, actores, diseñadores y creadores de variadas ramas que si se organizan y reflexionan sobre ¿cuál es el auténtico teatro que nuestra infancia y juventud debe tener?, pues veríamos en cuestión de pocos tiempo, que la salida será sorprendente. Esa en una de las mejores apuestas para darle la mejor de las opciones a la generación social que está creciendo bajo el sol de esta década de un nuevo siglo.

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