LITERATURA

Salvador Garmendia, el fiero pasante de lo oscuro

por Teódulo López Meléndez

La decisión de asumir la palabra no duele. Se toma con alegría y hasta con desenfado. Luego la palabra comienza a punzarnos las yemas de los dedos, a quitarnos la respiración, comienza a concientizarse en una elección de soledad y a hacer de nuestros ojos tizones que se incendian al mirar el teatro de títeres. Léase Salvador Garmendia en su encuentro con lo urbano.
Salvador está fondeado en la ruptura con lo rural, es el gran maestro de la narrativa urbana, pero miremos bien en sus “pequeños seres” y comprobemos que descubrió el arte como speculum y que sus textos no son realidad, son mucho más: son efectos de realidad. Sus pasos por “la mala vida” son descripciones desgarradas de un ser que mira y sufre, mucho más que una simple ojeada sobre las cuevas de la ciudad donde se amontona la miseria humana. Es la descripción de un drama propio, de algo ineluctable, de algo que pasa porque tiene que pasar. En Garmendia la ciudad no es más que feria, una herida que vivimos. Lo cotidiano es espectáculo. Utilizando una frase suya diría que la habitan “zoológicos flotantes”, una simulación de vida. Los habitantes de este teatro del absurdo son piezas escapadas de un mecanismo frente al cual el narrador es una postergación sin fin. Salvador aprende que todo se hace sombra. Él asiste a la representación como sentado en una butaca de actor y saca sus cuadernos para anotar las paradojas de la aparente fiesta, para registrar el baile desenfrenado de unos personajes que se exhiben como si él, escritor, tuviese la obligación de anotar sobre sus carnes, sobre sus pesadillas y sobre los trozos de materia que van largando sobre las aceras interminables y sobre los proscenios urbanos de los autobuses, de los bares de putas y sobre los que albergan solitarios dispuestos a bosquejar novelas en la barra del mostrador. Los ojos de Salvador Garmendia se sumergían en la realidad como fiero pasante de lo oscuro.
Sí, tenían la forma mecánica de lo desvencijado, la blancura que la noche da a la carne, la alegría de portar consigo la muñeca hermosa del contraste con la propia presencia desgarrada. Los personajes de Salvador Garmendia emergían de los bares, de los colectivos, de la soledad de una ventana, a buscarlo, a exigir la anotación del escritor, a reclamarlo para que participase en la constatación, y él los complacía haciendo de sus dedos sobre el teclado complicidad, goteo de memoria, implacable índice de registro donde quedaba todo, desde la imagen surrealista de un paraguas destrozando un ojo hasta el espectáculo nocturno donde iban a rugir los sobrevivientes del día. Desde los torsos y nucas atravesados en la visión de quien se siente acorralado por la presencia hostigante hasta la certificación del amontonamiento de la concurrencia pugnando por apretujarse en la primera fila en ansia desesperada de ser protagonista en las páginas del registrador de la palabra. Y el animador de la farsa, como en alguno de los cuentos de Difuntos, extraños y volátiles, al mismo tiempo huye y busca la multitud de la cual es el órgano escriturario. Podemos ir a sus libros a mirar el cuadro de la danza
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